Los niños tienen todo el derecho a enfadarse, al igual que los adultos. Pero hay momentos, motivos y edades. Por ejemplo: Si nuestro hijo coge una rabieta con 2 o 3 años, podemos considerarlo más que normal, puesto que aún no sabe controlar sus sentimientos y emociones. Pero si esta actitud persiste y se repite con asiduidad cuando el niño tiene ya 5 o 6 años, el tema puede ser más preocupante, es especial si este enfado va acompañado de una actitud protestona y poco colaborativa, lo que mostrará una evidente falta de control emocional que puede ir en aumento.
Motivos para el enfado
Partiendo de la base de que cada niño es diferente, dependiendo de sus características y entorno familiar, podemos destacar tres motivos que expliquen este mal comportamiento. El primero de ellos es la falta de límites, es decir, que el niño tiene ‘carta blanca’ de sus padres hacer lo que le plazca, lo que provoca que no tolere la frustración cuando no puede disponer de algo o las cosas no salen como esperaba. Sus padres no le ponen límites y hacen por él lo que no le sale. En consecuencia nos encontramos con niños tan exigentes como poco tolerantes e inseguros.
Otro motivo que explique esta mala actitud y enfado continuo es el hecho de que se trate de un niño que vive todas las cosas con demasiada intensidad y está sometido a un estrés emocional constante. No llega a desconectar, muchas veces debido a la exigencia de sus padres y a una agenda repleta de actividades extraescolares. Llega a la cama demasiado activo, no desconecta ni descansa como necesita.
¿Qué podemos hacer?
Ante ambos casos os recomendamos que seáis unos padres entregados y afectivos, pero que también sepáis poner límites a vuestros hijos; que entendáis sus problemas y peculiaridades, pero que al mismo tiempo les exijáis conductas de acuerdo con su edad.
Pasar más tiempo junto a ellos, pero también dejarles más tiempo libre para que disfruten y se entretengan sin ninguna presión es fundamental, así como animarle a que haga las cosas por sí solo, sin miedo al fracaso. La comunicación real y efectiva con ellos pasa por compartir momentos con ellos pero sin exigirles más de lo que pueden dar, haciéndoles conscientes de la necesidad de cumplir y respetar una serie de normas básicas para la convivencia familiar y su propio desarrollo tanto dentro como fuera del cole.