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La victoria de la inocencia

La victoria de la inocencia

De las cualidades puras, estas que para comprenderlas las depositamos en la personalidad de un niño cualquiera, destaca la inocencia.

Está la belleza, la verdad, la curiosidad… pero la que más nos fascina es la inocencia. La protegemos, la ansiamos y la disfrutamos a través de nuestros hijos, precisamente porque ellos no son conscientes de la preciosa virtud.

También porque sabemos que tiene fecha de caducidad: poco a poco el espacio de la inocencia acaba sepultado por conocimiento sensible del mundo (eso duele, eso quema, eso no es mío…), experiencia en sociedad (las mentiras, las promesas, el trabajo…) o, simplemente, porque no podemos vivir constantemente al vaivén de la novedad. Para avanzar en el mundo tenemos que tener claras algunos planteamientos, unos ideales que nos sirvan para actuar.

Y sin embargo, a pesar de ser una cualidad necesaria al principio y desechable después, la inocencia cobra especial importancia en la sociedad. Esta es la victoria: convertirse en tema de discusión, siendo tan elemental. Es más, la inocencia termina exaltada en la actualidad, en las noticias, cuando se pierde, pero no cuando se gana (eso queda para la literatura, al parecer).

Pocas personas llaman a la normalidad, a llegar un equilibrio donde la pérdida o la ganancia de inocencia sean momentos que se vayan alternando. Como el niño que pregunta qué ha de ocurrir para que nazcan otros niños, o el padre que vuelve a aquellas películas que le hacían soñar de pequeño.  

Porque sí: podemos hacer simulacros de inocencia, nos está permitido aplicarla. Y, si aun pensamos que las etapas de la infancia han de quedarse en ella, tenemos las palabras de Shakespeare.

 

La última escena de todas,

que termina esta extraña y nutrida historia,

es la segunda infancia, un mero olvido.

 

Foto de cabecera: Flickr